miércoles, 13 de febrero de 2013

CARINA

Algunas veces les he mencionado a nuestra amiga Carina. Va siendo hora de que les haga su presentación.
Carina Moya González, aunque nació en Francia, se siente muy española. De ello dan fe su buena retranca y sentido del humor. En Estrasburgo, capital de la Alsacia, sus padres emigrantes de Algemesí, crearon un hogar para sus cinco hijos. Carina, la pequeña, nació en esa ciudad y en ella estudió hostelería. Dió sus primeros pasos profesionales en un restaurante gastronómico de Kronenburg, ciudad cuyo nombre les sonará a cerveza, y de allí entró a trabajar en el Hotel Hilton de la ville que alberga la sede del Parlamento Europeo. Del restaurante gastronómico La maison du boeuf, Carina tiene  muchas anécdotas que contar. Entre los clientes habituales se encontraban la cantante Nana Mouskouri, la actriz Isabel Adjani, el entonces primer ministro Michel Rocard y políticos de todo el abanico europeo. Carina se acuerda de Jean Marie Le Pen, lider por aquel entonces del Frente Nacional, ultraderechista, conocido por sus ideas racistas sobre la inmigración. Al sr. Le Pen le encantaba tomar el desayuno en su habitación y siempre se lo servía Sami, un joven de raza negra. Al cabo de un tiempo, el sr. Le  Pen pidió a la dirección que le cambiaran al camarero y así lo hicieron pasando a encargarse de los desayunos  Mohamed, un camarero árabe. El sr. Le Pen no volvió a protestar. Debió de entender la indirecta.
Una noche, con el restaurante gastronómico lleno, el polémico empresario y político Bernard Tapie celebraba con los suyos. En un momento en que su esposa se levantó para dirigirse a los lavabos, Carina se acercó  para preguntarle si tomaría café, al tiempo que oían a voz en grito: Cariño, ¿follamos esta noche? La señora Tapie, sin inmutarse, respondió a Carina: Por favor, doble y muy cargado. 
De allí y con dieciocho años, Carina se marchó a trabajar a Londres. Empezó en el Hilton de la ciudad del Támesis y pasó por varios gastronómicos.
A través de un conocido común, supimos de la existencia y la profesionalidad de Carina y con diecinueve años recién cumplidos, Rafa y yo la recogimos una víspera de Todos los Santos, en el mercado de El Perelló y estuvo con nosotros en La Matandeta tres años. Eran nuestros comienzos que fueron muy arduos.
En La Matandeta, Carina organizó camareros y servicio. Y nos ayudó mucho, a nosotros, que eramos unos recién llegados al mundo de la hostelería.
Los clientes, y sin embargo amigos, como Remigio Oltra, que empezaron a venir por La Matandeta, hace la friolera cantidad de veinte años, seguro que recuerdan a aquella chica luminosa y sonriente, que tenía un suave acento francés. Pasa el tiempo y nunca lo hace de balde. Carina decidió volver a Estrasburgo y hasta allí fui  a buscarla para que regresara con nosotros. Recuerdo una cena pantagruélica en La Maison du boeuf porque a Carina le había tocado en un sorteo como premio por su cumpleaños. Carro de quesos, de licores, champagne y foie franceses, la cena costaba tanto como el sueldo de Carina de un mes. Esa noche conocí al belga Paul Doyen, que era su jefe y que tiempo después se instalaría en Valencia y abriría junto con otros socios La Papardella, Il Pomodoro, Vicios Italianos. Rafa y Helena le ayudaron a hacer la mudanza y volvieron con ella.

Sin embargo, Carina estaba creciendo y necesitaba otros espacios. Trabajó en El Angel Azul, con Berg Knoller, en el restaurante del aeropuerto de Manises y montó su propio negocio Delicatessen, en la calle Burriana. Carina volvió a Francia y se instaló en la Provenza, en Apt, en la zona del Luberón, cerca de dos de sus hermanos.
Sin darte cuenta para asumirlo, los hijos crecen y nosotros nos encontramos con una hija adolescente que había iniciado una relación sentimental muy tóxica que la apartaba de estudios y amigos. A mí se me ocurrió enviarla el verano con Carina y su compañero, Ludovic, que por aquel entonces regentaban un pequeño restaurante en Apt, La Manade. Y al elemento de marras, lo puse a trabajar en Can Roig, de Alcocebre. En el Luberón, la petite espagnole cambió de aires y amistades, Carina ejerció junto a la díscola adolescente el papel de hermana mayor, y como además estaba embarazada, Helena pudo conocer la dulce espera de una sobrina putativa; mientras que el amigo Joan Roig se encargó de quitarle al sr. Gálvez la venda de los ojos y mostrarle las verdaderas intenciones de aquel fulano. Yo llevaba un  año con ello, sin ningún éxito. Creo que es lo más inteligente que he hecho por mi hija en la vida.
Ahora Carina tiene cuarenta años, un marido de treinta y una hija de ocho.
Sigue viviendo en la zona de Apt, en Gargas, en una casa en el campo.
Es una de las mujeres más valientes y decididas que he conocido en la vida. Cuando a Carina las cosas no le funcionan, no se amilana, se va a otra parte de la geografia y empieza de nuevo. Como mucha gente francesa, asume la movilidad como parte fundamental de la vida. No se pega a los sitios, ni a las personas. Los primeros son intercambiables, las segundas, las lleva en el corazón.
Ahora Carina y Ludovic tienen tiendas de ropa en varios pueblos del Luberón, Les couleurs du temps. Ropa con estilo y elegante.
Cuando llegué a finales de agosto con Rafa y Manuel, en busca de un aposento para mi año Erasmus, Carina y su familia nos ofrecieron cariño y hospitalidad. Como fue muy fácil entenderme con Derek Moxon, mi casero, el resto de nuestra estancia veraniega lo pasamos recorriendo la Provenza, teniendo como cuartel general la casa de Carina.
Nos encanta ir a verla. Siempre nos reímos con las anécdotas de aquellos primeros años en La Matandeta. Dice Woody Allen que la comedia es tragedia más tiempo.
Seguro que las cosas irán bien para los muchos proyectos que Carina y Ludo tienen en la cabeza. Pero si no es así, tampoco será tan grave. Carina sabe, como muchos de nosotros, que el éxito y el fracaso son solo las dos caras de una misma moneda. La aventura consiste en atreverse a lanzarla al aire.

viernes, 8 de febrero de 2013

LAS MADRES

¿Con que a los Erasmus les regalaban las notas?,¿Con que el curso era una fiesta contínua? Pues hay quien va a volver a su casa con una ristra de calabazas porque además en la Universidad de Aix-Marseille, los Erasmus no tenemos derecho a la segunda convocatoria.
Yo me doy por más que satisfecha: cincuenta y dos años, dos sobresalientes y tres notables. Digo lo de los cincuenta y dos años porque la memoria ya no es la misma, ni la capacidad de concentración. Eso sí, el hábito de estudio conseguí recuperarlo a partir del segundo semestre del primer año. Esas cosas que se fueron perdiendo a lo largo de la vida, para llenarla con otras.
El lunes empezaron a aparecer las listas con las notas. De cinco asignaturas, tres de mis notas estaban equivocadas, para mal y todas del mismo departamento. La señora que me atiende, no da para más. Tiene fama de ser bastante manta y aunque es atenta, no me soluciona nada. Un profesor ha sacado su listado escrito a mano. ¡Dioses del Olimpo Estudiantil! Ni hace treinta años y sin ordenadores se veían cosas así en la Universidad de Valencia. Antonio Iborra, estudiante Erasmus, alucina con los franceses, "mi madre dice que esta Universidad es como la nuestra en tiempos de Franco". Peor, desde tiempos de Napoleón que inventó a los funcionarios, no han cambiado el modelo. Las notas no las cuelgan en Internet, así que los estudiantes extranjeros que ya regresaron a sus paises, a ver cómo se las ingenian para conocerlas, antes de que lo hagan sus coordinadores.
Para mí que los franceses, los planes de Bolonia se los pasan por el forro. No han invertido en la universidad pública desde hace decenios. He asistido a aulas donde los pupitres todavía eran de los tiempos en que Marcel Pagnol cursaba letras. No tienen material tecnológico para apoyar las clases, que por otra parte a veces duran cuatro horas seguidas. ¡Cuatro horas seguidas dándole al latín, hay para resucitar de aburrimiento al mismísimo Virgilio! ¡Cristo del Santo Sepulcro!
Estoy tan agacée que me inyectaría en vena un barril de Burdeos, aunque fuera peleón. Pero no es plan, así que a mediodía me voy a caminar por la ruta Cézanne, rumbo a Tholonet y en dos horas me hago doce kilómetros. No es suficiente, así que se me ocurre levantarle la pata a un elefante, sin encontrar ninguno a mano.
Al final, me siento en la biblioteca y me pongo a escribir. He aquí el relato, que lo disfruten.


LAS MADRES.

Para J.V. de la Barrera, por aquel atardecer en las escalinatas de Montmartre.




Mírala, se ha acicalado tanto, como una novia de verdad. Está nerviosa, con ese tic característico que se le pone en los ojos, cada vez que mira a la expectativa. Otra vez, con la luz de la primavera, le están cambiando de color. Mis hermanos y yo le hemos gastado la  boutade de traerla en limusina hasta la puerta de los juzgados. Las otras parejas que esperaban también a que abrieran para formalizar su estado civil, han empezado a aplaudir cuando la han visto bajar y ella se ha puesto roja como una adolescente en su baile de graduación.
Pero el viejo no llega. Se estará tintando el bigote y duchándose en colonia para aparentar lo que ya no es: un apuesto maitre recién llegado del  Rochester de Londres.
Cuando era niño siempre pensaba que me hubiera encantado tener una familia normal. Sí, un padre, una madre, unos hermanos, un perro para pasear todos juntos los domingos. Todos bajo el mismo techo, compartiendo el mismo televisor y el cuarto de baño. Como hacían los demás niños del colegio. No, lo nuestro era una caso especial. Mis padres se conocieron por casualidad una noche en la que mi madre, recién llegada de Ibiza, había invitado a sus amigas a cenar en una pizzería del Carmen que se había puesto de moda. Allí, después de haber vivido trece años en Londres y trabajado en la hostelería, había recalado el viejo, que por entonces no lo era tanto, aunque los veinte años que le llevaba a mi madre, no hubo manera de acortarlos nunca. Surgió el flechazo, por parte de mi madre, que siempre tuvo fijación por los hombres mayores, y el viejo, lobo estepario a la deriva, se dejó querer.
Nació Chalo y veinte meses después, yo. Ocho años más tarde, después de un reencuentro y una reconciliación, llegó Joël. En casa de los abuelos, teníamos una gran habitación con dos literas, una siempre estaba vacía porque Joël prefería dormir con mamá en la habitación que daba a la galería. En el resto del enorme piso que la iaia había heredado de sus padres, al inicio de la Gran Vía de Germanías, las tías se repartían las piezas y los quehaceres. El abuelo, cada lunes las organizaba a todas:  A ver, Esther, tienes que llevar a Chalo al dentista, hay que empastar la segunda caries. Reme, el tutor de Francis te espera el jueves a las cinco de la tarde, no se te olvide el permiso firmado para la excursión. Lila, hay que inscribir a los niños en el cursillo de natación de los salesianos que empieza el miércoles, siete. Anabel, esta semana recoges tú a Joël de la guardería todas las tardes. Pepa tiene turno y no podrá hacerlo. Lucía, que no se te olviden las invitaciones para el cumpleaños de Chalo. 
Pepa, la mayor, mi madre, y sus hermanas. Esther, Reme, Lila, Anabel, Lucía y la abuela Pilar. Un mundo de mujeres donde el abuelo dirigía y organizaba aparentemente. Y nosotros observábamos el ir y venir por nuestra infancia de aquellas mujeres que conformaban el universo donde transcurrió.
Mientras mis padres mantenían una relación de amorodio, marcada por las idas y venidas de los domingos, las tías poblaban nuestra imaginación con sus diferentes personalidades. Esther se casó pronto con un representante de productos cárnicos que hacía la ruta de las Baleares, así que la mayor parte del tiempo, la tía Esther, en ausencia de su marido, seguía viniendo todos los días a comer y a dormir en su cama de soltera, hasta que nacieron los primos.
Reme estaba literalmente enamorada de su perro, un viejo ejemplar de bulldog que se paseaba por toda la casa con la indulgencia del que siente su vida como un capricho. La tía Reme sabía que en el orden vital establecido por el abuelo, le correspondería hacerse cargo de ellos cuando la salud y las fuerzas les fallasen. Y parecía contenta con su destino. Nunca le conocí amigo, ni pretendiente. La  casa era su espacio natural y en ella pasaba la mayor parte de su tiempo, viendo antiguas películas en su habitación y escribiendo. Nunca trabajó porque empalmaba en la universidad curso tras curso.
Lila era un mundo en sí misma, es decir, un mundo ensimismado en el interior de otra galaxia. La tía más dulce y más hermosa. Pero también la más pusilánime y llorona. Las tardes de lluvia era la tía a la que buscar. Su regazo era poderoso y cálido, nunca le oí levantar la voz.
Anabel y mi madre eran las más parecidas de carácter y las más amigas. Pero se peleaban constantemente, para poder disfrutar de sus reconciliaciones. El abuelo las tenía por las más testarudas e independientes y marcaba las distancias con ellas, como el que tiene un gato muy querido, pero no se fía de los arañazos.
Y Lucía, la más pequeña, más que una tía una hermana mayor que compartió todos nuestros juegos. En mis recuerdos no consigo distinguirlas. ¿Quién de todas me regaló el primer bolígrafo Inoxcrom?,¿Cuál vino a recogerme al colegio la mañana en que me caí de la verja y me hice una brecha en la cabeza?¿Fue Anabel la que me preparó la tisana la madrugada que volví con mi primera adolescente borrachera?
Cada mañana, a primera hora, la abuela cruzaba la avenida para acercarse al mercado de Ruzafa. En sus puestos favoritos, tenía los encargos preparados para no perder tiempo. Había mucho que cocinar. Los menús de la abuela eran pantagruélicos y la comida de mediodía una fiesta que ninguno quería perderse. La abuela y Jacinta, la vieja criada que apenas le sacaba dos años a la mater familias, pasaban la mañana yendo y viniendo de la cocina al comedor, si era invierno, y de la cocina a la terraza, si hacía buen tiempo, para que a las dos y media toda la familia se sentara ante un creativo ágape. En el centro de la gran mesa, la iaia colocaba una gran fuente con tomates partidos, ajo machacado y aceite de oliva. A su alrededor, platos variados, un buffet frío, que nosotros ibamos compartiendo junto con la cháchara. Después llegaba Jacinta con el plato caliente: una arroz de fessols i naps, unas judías estofadas, el pollo al horno con champiñones, los cardos con almendras, las pelotas de carne del puchero. Mas tarde  cada mochuelo partiría hacia su olivo.
El transcurrir de los domingos, venía marcado por el punto en que estuviera la relación entre nuestros padres. Si la cosa funcionaba, mamá nos enviaba por la mañana a casa del viejo donde pasábamos varias horas jugando y viendo la televisión. Sobre las dos, solía dejarse caer ella y a las dos y media empezaba el espectáculo. Mi padre nos convocaba a la mesa, en la que él nunca se sentaba y aparecía con la bandeja de una docena de gambas rayadas: Miren, qué hermosura, recién llegadas de Denia. ¿Cómo las preparamos, a la plancha, hervidas? Y el chuletón, no me dirán que no es una gloria verlo. ¿Los señores lo prefieren al punto, muy hecho, poco hecho? Y esta ensalada de endivias con angulas y salmón, ¿les hace de primero?
El viejo nunca se sentaba a comer con nosotros. El prefería servirnos, quizás pensaba se trataba de su mejor momento de la semana, cuando podía revivir aquellos recuerdos del Rochester de Londres, donde había servido al mismísimo Duque de Edimburgo.
Pero mamá se desesperaba, se enfadaba y no probaba las endivias con salmón. Eso sucedía cuando las cosas iban bien entre ellos. Si no funcionaba la relación, mamá castigaba al viejo con nuestra ausencia de los domingos y pasábamos meses sin verlo.
Aunque teníamos la paella de la iaia los domingos.
Supimos de la próxima llegada de Joël al mundo porque un sábado que el viejo vino a recogernos para llevarnos a pasear a Viveros, la tía Anabel le abrió la puerta al mismo tiempo que le plantaba en la cara un sonoro bofetón: El primero vale, le puede pasar a cualquiera; el segundo una reconciliación y un despiste. Pero ¿y el tercero, en qué estabas pensando?
Joël llegó siete meses después y se pasó los siete siguientes sin dejar de llorar un minuto. Y así siguió durante varios años, llegado al punto de que el abuelo decidió que con viejo o sin viejo, una familia necesita un hogar propio y nosotros ya lo éramos.
Mamá compró un piso en Amparo Iturbi, después de hacerse mucho de rogar. Nosotros, lo vivimos como una fiesta. Chalo y yo no compartíamos habitación  y cada uno tenía su ordenador. Joël siguió durmiendo en la cama de mamá, que al fin y al cabo era la mejor. La tía Anabel, la favorita de mamá se quedaba con nosotros, noche sí, noche no.
Y siguieron las comidas diarias en casa de la iaia durante mucho tiempo, incluso después de que terminé la universidad y empecé a buscar trabajo. Eso sí, no faltó el complemento del festín de los domingos en casa del viejo, ya sin mi madre que se hartó de la función del  maitre reviviendo viejas glorias en  el Rochester.
Tengo la sensación de que en mi infancia no aparece la figura de mi madre como tal, sino que son muchas madres las que los pueblan. Mujeres que se ocuparon de nosotros sin sacrificios y sin lloros, pero siempre estuvieron alli.
El viejo está cada vez más viejo, así que entre todos lo convencimos para que formalizara la situación. Sería una lástima que cualquier día nos dejara y la pensión del Rochester de Londres fuera a parar a las arcas de Su Serenísima Majestad Inglesa, cuando a mamá todavía le quedan varios años de hipoteca. Así que, por una vez en la vida, seremos prácticos.
Esta mañana firmarán los papeles de matrimonio después de treinta y cinco años de intermitente relación. Más tarde ella quiere que vayamos a la playa de la Malvarrosa, los cinco, que nos sentemos en la mesa de una terraza y pidamos gambas rayadas y endivias con angulas y salmón. Dice que eso  la hace feliz y le trae buenos recuerdos.
Sin embargo, no tengo mucho tiempo. A las seis sale mi avión a Paris. Mañana en Shakespeare & Company mi editorial francesa ha organizado la presentación de mi tercera novela. Una vez más, el personaje principal es un viejo cocinero que vive rodeado de mujeres y que en sus ratos libres se dedica a investigar fraudes en la alimentación.
En realidad fue una suerte no haber tenido una familia normal. Ellas estimularon siempre mi imaginación.