viernes, 31 de mayo de 2013

LA ISLA

En Córcega dicen doucement le matin et pas trop vite le soir... Las islas tienen un ritmo de vida diferente, quizás porque por mucho que corras y des vueltas, siempre llegarás al mismo sitio. Pero en Córcega, además uno tiene la sensación de que el paso del tiempo no tiene demasiada importancia. Tal vez por eso, todos los cementerios miran al mar, están construidos en terrazas y con panteones.
 
 
Los cementerios marinos dan otra visión de la muerte. A mí me me recuerdan a Serrat, Brassens y sobre todo, a Ovidi Montllor ... faré vacances. En ellos la muerte adquiere otra focalización, menos tenebrosa, se parece más al reposo merecido tras la hazaña de la vida. Córcega está plagada de cementerios marinos que miran al mar con quietud.
En Córcega, nadie tiene prisa. Ni siquiera nosotras, que emprendemos ruta por la costa oeste y hacemos tantos kilómetros que nos es imposible volver al camping. Así que nos alojamos en una casa, cerca de Calvi, Bed and breakfast llamada Casaloha y conocemos a Jean Pierre e Isabel. Pero ya se lo cuento otro día.

VER PASAR LA VIDA EN CÓRCEGA



Es un sitio virgen, salvaje, diferente, la naturaleza manda y predomina. Le envío a un amigo la imagen que ustedes ven con el acertijo de que adivine en qué parte del mundo me encuentro. Y soy tan despistada que no me doy cuenta de que junto a la fotografía aparece el nombre de donde fue tomada. Da igual, me encanta esta isla. Salvaje y virgen. Hubiera sido muy difícil venir desde España porque no hay vuelos directos.  Así que Pilar Ortí, mi amiga viajera y yo, no perdemos la ocasión de visitarla desde Marsella, vuelo Air France, porque no hay vuelos low cost  hacia la isla. Un lugar diferente, dicen que el paraíso de la randonnée. O el paraíso de los que somos diferentes. Nos alojamos en una casita prefabricada de un camping llamado Vigna Maignore, cerca de Propriano  y pasamos una semana descubriendo un lugar increíble llamado Corsica, Me ha inspirado mucho, no se pierdan ustedes la próxima entrada llamada.....     LA SIRENA VARADA.


sábado, 25 de mayo de 2013

LA MIRADA DE CLARA


Clara está en Lyon y desde allí observa la vida. Pero su mirada sería la misma, estuviera allí o en Katmandú. Clara observa la vida con serenidad. Hoy ha cumplido, día veintidós de mayo, veintidós años. Y sin embargo, el mejor regalo que ella nos hace, a nosotros, viajeros casi derrotados, es su serenidad. Clara tiene la serenidad prendida en la mirada. Y eso es lo que más sorprende en ella.
A mí, Clara Martínez me recuerda mucho a María Dolores Baixauli a su misma edad.
Tantas ganas para descubrir, para aprender, para inventar. Pero Clara, es mejor, mucho mejor, porque yo nunca tuve a los veinte, esa serenidad en la  mirada. Ni siquiera ahora.
Clara mira las cosas, como si tuviera claro que las cosas estuvieran ahí, sin necesidad de atenderlas ni esperarlas. Solo unos padres con serenidad pueden educar a unos hijos con serenidad. Clara me cuenta que en su hogar de infancia nunca hubo televisión, Eso te empuja inevitablemente hacia la fantasía y hacia la imaginación. Hacia los números o las fórmulas mágicas. Eso te empuja inevitablemente a ser diferente.
A Clara le gusta la literatura, pero también la fotografía. A Clara le gusta utilizar su imaginación.
Clara empezó estudiando Nutrición y Tecnología de los Alimentos, porque quiere ser como su padre. Yo estudié derecho porque mi padre quería tener una hija abogada. Pero Clara supo en seguida que aquello no era lo suyo y rectificó. Yo supe en seguida que aquello no era lo mío y seguí.
En las fotografías de Clara hay siempre laberintos, gente que camina y es sorprendida de espaldas, espejos donde se refleja la vida. Estas son sus fotos:


 
 

 
Pero los laberintos de Clara no son inaccesibles, sino cotidianos, sus espejos no son extraordinarios, sino casuales, sus personajes que caminan y se alejan no son héroes, sino anónimos. La magia que busca Clara no está en gestas y aventuras alejadas de la realidad, sino que es esta quien las encierra. Para ejercitar la imaginación, no hace falta varitas mágicas, ni galletas maravillosas, ni laberintos con minotauros. El hueco de una escalera puede encerrar el más abrupto de los caminos, la imagen reflejada de dos jóvenes como representación de la alegría, una pareja que se aleja cogida de la mano, bajo dos paraguas para emprender el camino de regreso hacia la vida....
 
 
 
En las imágenes de Clara hay historias. Mira esa pareja que no se mira, que solo busca en el cristal el reflejo de su propia representación, para reinventarse. erase una vez....
Por eso Jose Vázquez la ha captado, a Clara y a sus imágenes, para su blog ,
http://boccachicobeat.blogspot.fr/ porque  sabe que en las fotos de Clara, ya están escritas el cuarenta por cien de las historias.
 
Clara Martínez y sus historias.
Feliz cumpleaños, Clara, los  Dioses de la Fantasía y de la Imaginación, te saludan y te dan fuerza. Quien fuera abrigo para andar contigo.... 

http://clickstantanea.tumblr.com/

miércoles, 22 de mayo de 2013

GABRIEL, EL MÚSICO

Les conté hace un mes que se me estropeó el ordenador y gracias a Gabriel, el hijo de unos vecinos, conseguí solucionarlo.
Gabriel Pérez Romeiro es francés, francés. Su madre, Olimpia, gallega, emigró desde su Galicia natal a Francia a los diecisiete años. Su padre, Alfredo, es nieto del general Fiol que se mantuvo leal a la República y por eso fue ejecutado por los franquistas. La madre de Alfredo, proveniente de la aristocracia santanderina pasó a Francia como tantos miles de republicanos y en el campo de refugiados de Toulouse conoció al que sería su marido, capitán del ejército republicano.
A los padres de Gabriel los conocí en cuanto llegué a Puyricard  porque cogíamos todas las mañanas el mismo autobús para ir a Aix. Ellos a su trabajo, yo a la Facultad.
La última vez que estuvieron aquí mi marido y Manuel fuimos a visitarlos y esa tarde conocimos a Gabriel. Manuel le preguntó que por qué no se tragaba el bulto que tenía en la garganta, en mitad del cuello y a todos nos dio la risa. Espérate unos años  y tú tendrás uno igual, le respondió el muchacho. Gabriel habla perfectamente el español, estudió comercio exterior en Lyon y estuvo año y medio de prácticas en Barcelona. Pero a Gabriel lo que le interesa de verdad es la música y a ello se dedica ya al cien por cien.
La mañana que me acompañó a solucionar el problema de mi ordenador, yo, agradecida, lo invité a comer en La Cantine , un pequeño restaurante corso que a las amigas irlandesas y a mí nos encanta.
En la terraza, mientras dábamos cuenta de una suculenta ensalada con figatelli, repasamos nuestras referencias musicales. A Gabriel le encanta Serrat, pero nunca había oído hablar de Joaquín Sabina.
Le digo que tiene muchas cosas en común con el granadino, ambos comenzaron tocando en las calles.
Gabriel aprovecha las mañanas soleadas de esta primavera para tocar en las calles de Aix, repletas siempre de gente. Pero será en Lyon donde lo escuchemos por primera vez.
Me envió un mensaje preguntándome si todavía estaba en Francia y me dio la dirección del pub donde actuaba el domingo por la noche.
 
 
 
En el Vieux Lyon, en la Rue Saint Georges, en el pub irlandés Johnny's Kitchen, Gabriel nos canta canciones de Pink Floyd, Red Hot Chilli Pepper's, canciones  francesas y también Bella Ciao, mientras los parroquianos se deleitan con hamburguesas que tienen fama de ser las mejores de Lyon, o Jackets potatos, patatas típicas irlandesas, hervidas en su piel y rellenas.
 
 
 
Gabriel ha decidido venirse a vivir a Lyon, trabajará en un semanario  que informa sobre la actividad cultural y musical de la ciudad, pero seguirá viajando a Aix para ensayar con su grupo y ver a sus padres. El muchacho tiene ganas e ilusión no le falta.
Nos quedamos solo la primera parte de su actuación. Clara y Jose tienen examen el martes y les esperan horas de estudio.
Las fotos de Gabriel no son mías sino de mi compañera y amiga Clara Martínez, pero de la mirada de Clara, les hablaré otro día.
 
 

lunes, 20 de mayo de 2013

EN LA CIUDAD DE LAS MADRES COCINERAS

Tiene Lyon un cielo gris plomizo que amenaza constantemente lluvia, cuando no la deja caer sin previo aviso. Es viernes y esta tarde ha diluviado, Clara, José y yo nos hemos refugiado bajo el toldo de un bistrot en la Place de l'Hôtel de Ville y de pronto una mano vengadora ha recogido la lona y nos ha volcado la lluvia sin clemencia. Mis compañeros se quejan de que habitualmente  la lluvia protagoniza sus días. El cielo de Lyon está siempre cerrado como si hubiera elegido el duelo como traje de diario, mucho más en primavera.
Llueve, sale el sol, vuelve a llover y así acompaña el paseo que vamos dando por la ciudad, atravesada por dos ríos el Ródano y el Saone. En francés los nombres de los ríos son femeninos: la Seine, la Durance, la Loire, La Saône. Pero el Ródano es un hombre, ¿por qué ese cambio de género? Dicen que por el propio nombre del río. No lo entiendo, pero es así.


Lyon fue capital de la Galia y se disputa con Marsella, ser la segunda ciudad de Francia. Una capital industrial y una ciudad llena de estudiantes, en el departamento del Rhône y en la región de Rhône-Alpes.
 

 

 
 
Las ciudades atravesadas por un río tienen una personalidad muy marcada. Mucho más cuando se trata de dos. Les confiere carácter y distinción. Pero Lyon además es la ciudad de las mères cuisinières. En la segunda mitad del siglo XIX, las cocineras al servicio de las grandes familias burguesas, se establecieron por su cuenta y abrieron establecimientos públicos donde ofrecer sus habilidades culinarias a un público que supo apreciar sus dotes y terminaron convirtiendo a Lyon en capital de la cocina regional francesa, con sus célebres bouchon, cuyo nombre viene de la antigua costumbre de poner una figura de paja con forma de boca a la puerta de los establecimientos donde se servía vino. El Vieux Lyon está lleno de ellos, convertidos en atracción turística donde degustar l'andouillete, la triperie, la soupe à l'oignon y otros platos típicos de la cocina lionesa.
Eugène Brazier, quizás la más célebre de las mères cuisinières fue la primera mujer en conseguir tres estrellas Michelin para su restaurante de Lyon, Mère Brazier, en 1933 y la primera persona profesional en conseguir tres estrellas para dos restaurantes suyos, el segundo en Pollionay, en 1968.
El primer hombre en conseguir tal distinción fue Alain Ducasse, en 1997, casi treinta  años después.
Clara Martínez y José Vázquez quieren sorprenderme con la visita a una de las  cuatro brasseries de la firma Bocuse con que cuenta la ciudad, además del célebre restaurante, pero les digo que no se preocupen, que las atracciones turísticas en cuestiones gastronómicas no me van, así que el sábado mientras ellos dedican la mañana a la grasse matinée, yo me doy un largo paseo por la orilla de la Saône alcanzo el hermoso casco antiguo, lleno de bouchons, en los que no me quedo a comer.
Al venir hacia aquí pasé por un pequeño restaurante, todavía cerrado a esa hora, Vieille Canaille y decido volver sobre mis pasos. No me equivocaré en la elección.
 
 Me pido de primero una ensalada de quenelles à la persillade.  La quenelle  tiene un aspecto similar a una croqueta, se hace con una pasta choux o con una pasta de sémola de trigo o harina mezclada con mantequilla, huevos y leche, a mí me recuerda a la royal.
 
 
Pero Lyon también es la ciudad de los hermanos Lumière, Auguste y Louis, que inventaron aquí el célebre cinematógrafo y cuya casa paterna merece la pena visitar, un monumento arquitectónico art nouveau.
En fin, que no defrauda acercarse a esta ciudad por muchas cosas, incluida la interesante oferta gastronómica, aunque mis compañeros prefieren que les cocine yo y ya llevamos un arroz meloso de verduras y un pollo a la cerveza.
Anoche durante la actuación de mi amigo Gabriel Pérez en el pub irlandés Johnny's Kitchen nos regalamos con una jacket potato con pesto y gorgonzola. Pero eso me da para otra crónica.
Hasta mañana y aprovechen la tarde. Como aquí no para de llover, Clara me presta La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, de Santiago Postiguillo. Yo estaba leyendo Si una noche de invierno, un viajero... de Italo Calvino, así que entre libros y lectores anda el mismo juego, mientras la lluvia suena de fondo.
Salve y ustedes lo pasen bien.

viernes, 17 de mayo de 2013

HISTORIA DE ALFARO Y II

- ¿Cuánto tiempo hace que no viene por aquí la madre de Alfaro? Le pregunté una mañana al jefe de estudios. Desde que lo inscribió hace siete años. La mujer antes se ocupaba de las faenas domésticas en el mas y ahora limpia algunas casas del pueblo.
Al cabo  de una semana, le indiqué al chiquillo con una nota para su madre, que tenía necesidad de conocerla y hablar con ella.
Se presentó un jueves por la tarde, a la salida de las clases. Una mujer que rondaba la cincuentena, roída por el trabajo pesado y la mala suerte, con una cara en la que llevaba registradas las penalidades de su vida.
La hice pasar al aula vacía de chiquillos y de voces, la invité a sentarse en frente de mí y le fui desgranando mis problemas con Alfaro para que atendiera y participara en las clases. Me prestó mucha atención y al terminar, sacudió los hombres y mirandome fijamente me preguntó si el chiquillo acudía regularmente a las clases. Sí, no falta ni un solo día y nunca llega tarde. Si su Andrés se portaba mal, o me contestaba de mala manera. Jamás, nunca me faltó al respeto. Si se peleaba con sus compañeros o tenía disputas con ellos. A Andrés, lo quería todo el mundo. Pues, entonces, déjelo. Ya es bastante con que esté aquí y no le de por los estropicios . Verá, durante el verano, Andrés se ocupaba de llevarle la comida todos los días  a su padre, al campo en el que estuviera faenando. Aquel día de la desgracia, acababa de llegar, cuando vio cómo ocurría el accidente, fue él quien nos avisó. Siempre fue un niño taciturno y retraído, pero desde entonces se encerró todavía más en sí mismo. No es mal crío, pero hay que dejarlo, ya se le pasará.
No supe muy bien cómo encajar aquello. Dejar a un niño de doce años sumido en su trauma y sin ayudarle, me pareció poco profesional por mi parte. Tenía que remediarlo y seguía sin saber cómo.
Silvia, una compañera del instituto, que había estudiado  psicología fue la clave. La hice venir un fin de semana hasta Sant Mateu y le conté el caso de Andrés Alfaro. Déjalo que resuelva el duelo, fue su respuesta. Dos años después de la muerte de su padre, en un chiquillo de su edad, todavía no es mucho tiempo.
Las palabras de Silvia me dieron qué pensar. Si tenía que dejarlo estar, quería hacerlo viéndolo siempre a mi lado. Él no sería mi fiel escudero, sino al revés y aunque, aparentemente, lo iba a convertir prácticamente en mi sombra, era yo quien estaba ejerciendo de ello, yo quien a pesar de mis palabras y mis gestos, me convertía en el testigo de su travesía del desierto, de cómo aprendía  a resolver la tragedia de haber perdido a su padre. Puesto que no podía hacer nada por él, por evitarle la apatía y el silencio, filmaría con mis ojos su proceso. Conseguir que los alumnos más aventajados mejoraran todavía más las notas, no era para mí gratificante. Mi trabajo estaba precisamente en los que no tenían otro futuro que el marcado por la necesidad y la costumbre, en ayudarles a abrir puertas a las que, desde que nacieron, les habían asegurado que no tendrían acceso. 
Así, cuando me nombraron entrenador del equipo de fútbol, me llevé a Alfaro de utillero. En la comisión de fiestas que se organizó para festejar el aniversario del colegio y que yo presidía, Alfaro se sentaba a mi lado como secretario. Si salíamos al monte los sábados a buscar rebollones, Alfaro llevaba mi cesta. Cuando terminaba algún examen en la clase, mandaba a Alfaro a recoger los ejercicios. Y así cada una de las muchas tareas que me iban surgiendo.
Pero Alfaro no cambiaba de actitud. Seguía sin  expresar sentimientos, nada lo perturbaba de  su apatía interior y yo empezaba a cansarme del método.
El curso llegaba a su fín y el ministerio me había anunciado el traslado para el próximo año. Me enviaban a un pueblo de la provincia de Alicante como jefe de estudios. Me daba pena separarme de aquellos chiquillos y sobre todo, no volvería a ver a Alfaro.
Para terminar mi estancia en Sant Mateu y despedirme de mis compañeros, de los padres  y de los demás alumnos se me ocurrió montar una obra de teatro con los alumnos de mi clase. Representaríamos El Principito en el teatro del pueblo.
Los ensayos comenzaron en mayo. Como quería que prácticamente toda la clase participara en el acto, escribí mi propia versión de la obra de Saint-Exupery, y los que no cupieron en el escenario, se quedaron ayudando entre bastidores. Acudíamos tres tardes a la semana, después de las clases, al teatro municipal que quedaba muy cerca de los aularios.
Los ensayos les divertían y fue una nueva forma de implicarlos. Claro está, menos a Alfaro que se sentaba a mi lado en el patio de butacas, durante las primeras sesiones.
Se me ocurrió inventar la iluminación de la obra utilizando grandes latas vacías de membrillo, a las que incorporaba una bombilla y tapaba la superficie con papel celofán de colores. Así desde abajo, yo iluminaba a los actores en azul, rojo, amarillo, verde. Yo sería durante la actuación el técnico de iluminación además de director, con Alfaro siempre a mi lado.
Nos quedaba ya poco tiempo. Los exámenes, los ensayos, las despedidas, todos andábamos nerviosos.
La tarde del ensayo general, yo me había propuesto no salir de allí hasta que todo estuviera bien preparado. En mitad de la representación me avisaron que acudiera al teléfono porque era muy urgente. Mis manos en ese momento estaban ocupadas con los improvisados focos y no quería interrumpir a los actores, así que le hice señas a Alfaro para que ocupara mi puesto y le pasé las latas de membrillos.
La conversación telefónica fue larga. Mi padre desde Valencia me relataba sus muchos problemas con los inquilinos de una finca que habían dejado de pagarle, también  los achaques que lo torturaban. Apenas hablábamos cinco o seis veces al año, pero cuando mi padre llamaba yo dejaba todo para atenderle, era lo mínimo que podía hacer por él.

Al cabo de veinte minutos y después de prometerle que en cuanto terminara el curso iría a pasar unos días con él, volví a la sala, en penumbra, solo iluminada por los improvisados focos. Alfaro estaba de espaldas a mí y no me di cuenta al principio de lo que estaba ocurriendo. Pero al llegar a su altura y verlo  de perfil, me quedé asombrado. Las manos de Alfaro iban y venían ocupadas con los focos, eso no era lo sorprendente, sino la expresión que había adoptado su rostro. Una sonrisa de satisfacción se había adueñado de sus facciones y sus ojos no estaban vacíos. Cuando intenté apartarlo para recuperar mi puesto, Alfaro me dio un ligero empujón, como delimitando la adquisición de su nuevo territorio. Me senté en la primera butaca de la derecha y dejé que terminara el ensayo.
El día de la representación, Andrés Alfaro, se ocupó de la iluminación y así apareció en los títulos de
crédito del folleto que repartimos.
Me enviaron a Alicante y allí me impliqué en política, tres años después me dieron un cargo en Madrid. He pasado bastante tiempo fuera de mi país. Ahora llegó el momento de la jubilación y he decidido establecerme de nuevo en Valencia. A menudo me pregunto qué habrá sido de aquellos chiquillos a los que un día di clases como maestro. De todas mis ocupaciones, siempre fue la que más me implicó. Me gustaba hablarles de la necesidad de encontrar un oficio que  les gustara para que su vida fuera más agradable. De que todos los trabajos son dignos y necesarios y de lo mucho que me alegraba a mí el día, un camarero que me sirviera todas las mañanas un café con una sonrisa en los labios. Con el transcurso de los años me tropecé con alguno de ellos que habían elegido ese rumbo.
¿Y Alfaro, qué habría sido de Alfaro?
Hace una semana volví a Valencia para encontrar un piso donde establecerme y comenzar a vivir esta nueva etapa de la jubilación. Me habían hablado de un ático en la zona de Ruzafa que había sido de un arquitecto. No me parecieron mal ni el precio, ni la ubicación. Después de acordar los términos de la compra con el propietario, me acerqué dando un largo paseo hasta la Alameda y me senté en una terraza a tomar un aperitivo. Hacía un agradable tiempo de marzo, sol y buena temperatura, presagio de las fiestas josefinas.
Una pareja con un carrito y un niño de corta edad paseaban por el centro. Cuando llegaron a mi altura, el hombre detuvo el paso y se colocó en frente de mí. Era alto, desgarbado y su pelo en el que ya se anunciaba una calva cuarentena, parecía haber sido de un rubio pálido. Don Carlos, ¿no se acuerda de mí? No reconocí siquiera el timbre de la voz. Soy yo, Andrés Alfaro. Me levanté a saludarlo y me estrechó fuertemente entre sus brazos. Qué alegría , don Carlos, toda la vida me he acordado de usted. Aquí le presento a Clara, mi mujer y mis dos hijos.
Yo todavía no salía de mi asombro, que aquel hombretón que tenía frente a mí hubiera sido un día el desvalido Andrés Alfaro.

Andrés, qué es de tu vida, a qué te dedicas. Soy electricista, don Carlos. Después de trabajar durante muchos años para otros, acabo de establecerme por mi cuenta tengo  mi propia empresa de montajes y estoy muy liado, pero muy contento. Cuánto me alegro de verle. Siempre me acuerdo de usted y de aquellos improvisados focos.
Les invité a sentarse a mi mesa y compartimos el  aperitivo que se convirtió en una ligera comida, con su chiquillo revoloteando alrededor y su mujer prestando atención a nuestras palabras. Nos intercambiamos teléfonos y nos prometimos llamarnos.
Me instalé en el ático y he comenzado a escribir. No de teatro, sino de aquellos tiempos de enseñanza y chiquillos. Andrés Alfaro, creo que empezaré por ahí, contando la historia de un niño que no tenía ganas de vivir.

 


¿Acabaron de leer la Historia de Alfaro? Pues yo terminé los exámenes. Adiós a los nervios, las horas de estudio, las sorpresas de última hora. Aquí me tienen en la foto a la salida del examen de Mme. Raingeard, con mis amigas irlandesas. La de la izquierda es June, Fitzboone que todavía se queda en Aix, hasta el veintitrés, Rose Prenderville ya volvió a Irlanda.
Es tiempo de despedidas, de recoger el equipaje y convertir lo vivido en recuerdo.
Hasta pronto, María, escríbenos. Nos encontramos en el Facebook. Vuelve cuando quieras. Venid a mi casa y nos comeremos una paella...
Pero antes, déjenme que me de un par de homenajes, que me los he ganado.
Hoy es viernes por la mañana y estoy en Lyon. Les escribo desde la ciudad de las madres cocineras. Que pasen un buen fin de semana. Yo, con el permiso de la lluvia, intentaré hacerlo.
Nos vemos, les vuelvo a escribir muy pronto.

viernes, 10 de mayo de 2013

HISTORIA DE ALFARO

Estoy atacá con los exámenes. No estoy para nadie, ni para nada, además el miércoles y el jueves fueron fiesta, por el Armisticio y por la Ascensión; la facultad y la biblioteca estuvieron  cerradas y ya hemos tenido suerte de que no hayan hecho acueducto nos espetó ayer por la tarde la empleada de la biblio. Hombre, pues ha sido un detalle que en época de exámenes no se hayan largado del todo como hicieron en Navidad. Ahora no puedo estar con ustedes, pero les dejo un relato. Nos vemos pronto.
 
 
HISTORIA DE ALFARO.
 
A Carles Pons.  In memoriam.
Para Mari Carmen Minguet, maestra comprometida.


 
 La vida se ríe de las previsiones y pone palabras
donde imaginábamos silencios y súbitos regresos
cuando pensábamos que no volveríamos a encontrarnos.

                              José Saramago, El viaje del elefante.


 
 
Sucedió  que ese verano yo había terminado en el seminario los estudios de teología, a finales de otoño me ordenaría sacerdote. Así que para entretenerme y acortar el tiempo, también para ganar dinero, que buena falta me hacía, Desi una amiga de Torreblanca que trabajaba en Valencia en una agencia de viajes, me consiguió el puesto de guía en el autobús que cubría el trayecto Valencia-Paris, en treinta horas. Era el verano del setenta y ocho y en mi país las cosas estaban cambiando, para no volver a ser nunca igual. También lo hacían en mi vida. Los turistas a quienes yo debía mostrar la ciudad de la luz, eran gente acomodada de la zona naranjera de Castellón, a quienes el avión todavía quedaba inaccesible y que más que viajar, preferían pasear por el mundo, cogidos de la mano de alguien que les explicara la postal que iban viendo.
Entre viaje y viaje, participaba en el  grupo de teatro que habíamos formado en Alcocebre y con el que actuábamos en los pueblos de la zona durante las fiestas. Habíamos montado un par de obras de Samuel Becket, Esperando a Godot y Final de partida, teatro del absurdo que había triunfado en Europa una década antes y que ahora nosotros nos empeñábamos en dar a conocer en una país que acababa de despertar y quería ser moderno.
Las actuaciones se contrataban a  través del concejal de cultura, que solía saber tanto de esta como de la cría del pulpo en cautividad. Pero arrastrado por nuestro entusiasmo y porque siempre alguno de nosotros tenía un primo o un conocido en el pueblo que hacía de padrino, conseguimos completar el verano.
La noche de nuestra actuación, la plaza del pueblo donde preparaban el escenario para la representación, solía estar hasta la barrera de gente. Como la noche de las varietés, o la noche que en exclusiva acudía el Titi, con la salvedad de que esas noches la audiencia mantenía el interés  hasta el final e incluso pedía bises en mitad de un maremágnum de aplausos generales, y en nuestro caso, a medida que avanzaba la obra, el público iba desapareciendo, hasta quedar la plaza vacía, con la salvedad de algún borracho despistado, que no dejaba de jalearnos en mitad del silencio.
Aquel verano del setenta y ocho también apareció Chloé, la prima francesa de Samuel, mi mejor amigo. Ella se ocupaba de tener preparado todo el attrezo  de la obra. Del vestuario y de mí, que sentía verdadera curiosidad por todo lo que viniera de fuera. Fue un buen verano porque todo estaba por estrenar en mi vida, sin embargo nada pudo impedir que llegara septiembre.

Se acabaron los viajes en autobús, las actuaciones y la vida tranquila del seminario, al que decidí no volver. Mis coordenadas y mis perspectivas habían cambiado en tres meses y ahora debía fijar un nuevo rumbo. A través de Matías Puig, conseguí trabajo en un colegio privado como profesor de religión e inicié los trámites para convalidar mis estudios con los de magisterio,  descubrí en mí una nueva vocación, la enseñanza, que me acompañaría toda la vida.
Estudios y tiempo después me destinaron, ya como profesor de primaria en la enseñanza pública, a un pequeño pueblo del interior de Castellón,  Sant Mateu y la lengua y la literatura se convirtieron en mis materias principales.
Justo aquel año en que el país votaba por el cambio, conocí en una clase de sexto de primaria a Andrés Alfaro. Un muchacho rubio, pálido y desgarbado que el primer día se sentó al final de la clase, al lado de la ventana que daba a la calle y que miraba con ojos vacuos a su alrededor.
Me gustaba iniciar el curso dándoles un poco de confianza a mis alumnos, interesándome por sus inquietudes, sus expectativas, les pedía que escribieran en un folio qué era la cosa que más detestaban en la vida y cuál el sueño que les gustaría alcanzar. También les preguntaba si sabían para qué servía la literatura. A partir de aquí, yo les respondía que la literatura no servía absolutamente para nada que fuera material, sino que era un instrumento que nos ayudaba a entender el mundo y a las personas, una especie de llave para acceder a un universo cuyas fronteras no siempre estaban delimitadas, en el que confluían otras cosas que tenían que ver con la historia, la filosofía, la ciencia...
Poco a poco, ellos y yo, chavales de doce años, procedentes de un medio agrícola en el que los libros ocupaban poco o ningún espacio en sus casas, empezábamos a leer un par de novelas clásicas y las íbamos desentrañando, destrozando para que ellos pudieran mirar en su interior. La isla del tesoro, de Stevenson era una de sus favoritas. Ahí yo me aplicaba a fondo y les ayudaba a descubrir que los buenos, no eran lo que parecían y los malos, tampoco lo eran tanto.
Las clases eran muy participativas, los chiquillos se entusiasmaban con ese mundo de bucaneros y mapas del tesoro y una vez creado el clima de confianza propicio, analizar frases morfológicamente y hablarles de artículos, nombres y participios era mucho más fácil para mí.
En general, los alumnos respondían, salvo una excepción que ha permanecido en mi recuerdo, la de Andrés Alfaro, un chaval, al que todavía veo hoy, en aquellos días siempre en silencio,  con unos enormes ojos en los que parecía que la nada había encontrado acomodo y cuyo interés se cernía a mirar por la ventana y ver caer las hojas en otoño o renacer los brotes verdes en primavera.
 ¿Qué, Alfaro, cuántas hojas llevamos esta mañana? Solía ser mi pregunta, para la que nunca hubo respuesta.
Andrés Alfaro era el tercer hijo  de una viuda albaceteña que hacía faenas en las casas más adineradas. La familia había llegado a mediados de los años setenta a Sant Mateu porque al padre lo habían contratado como masero en una de las fincas de la zona, dedicada principalmente al cultivo de la cebada, la avena y los olivos. El matrimonio y los tres hijos ocupaban una casita en el interior de un gran mas, hasta que el padre murió en un accidente cuando el tractor con el que araba uno de los campos volcó y aplastó su cuerpo.
Poco tiempo después la viuda y sus tres niños se instalaron en un pisito de la población y la mujer apenas subsistía limpiando  casas, planchando ropa y otros menesteres.
Los dos hijos mayores comenzaron  a trabajar  de jornaleros a muy temprana  edad, sin siquiera tener el certificado de estudios primarios. Ahora quedaba Andrés, que con doce años, parecía haber perdido ya todo interés por la vida.
Andrés Alfaro miraba por la ventana, primavera y otoño, invierno, sin verano porque no había colegio. Daba igual que habláramos de romanos que de caballeros, de lámparas maravillosas que de moros disfrazados, Andrés Alfaro, no sentía curiosidad, ni ansia, ni ilusión por la vida. Solo las hojas de los árboles que se divisaban desde su rincón en la clase parecían acompañar su autismo.

                                                                                                                       Continuará...
 
 

viernes, 3 de mayo de 2013

MAGALI, EVA Y MANON

Ya está, ça  y est. Me dio el bajón. Llegó le trac, el miedo escénico. Época de exámenes,  me digo que no voy a ser capaz, que no lo conseguiré. ¿Qué hace una abuela como tú, en un sitio como este? Otra vez la montaña rusa hacia abajo. Cuatro días cayendo. Lloro y escribo extraños correos. Y no está aquí el Caballero de la Melena Plateada para llevarme a ver el mar, ni ningún otro caballero. Siempre es la misma historia. Los adolescentes y yo tenemos algo en común: a ambos las hormonas nos vuelven locos.
Me voy a trabajar  a la biblioteca que sigue sin gente y en silencio, pero aparecen tres damiselas a las que conocí hace tiempo. Con Magali y Manon  compartí clases de literatura española e hispanoamericana el primer semestre. A Eva, ya lo dije, me la encontré en un despacho.
Están decididas a aprovechar el tiempo. Así que se vienen a mi mesa y a mis aposentos.
Las tres cursan el último año de la Licenciatura de Lengua y Literatura españolas, estuvieron el año pasado un semestre de Erasmus en Madrid e invirtieron bien el tiempo. Hablan perfectamente español, además se conocieron allí, porque en primero y segundo estaban repartidas entre las Facultades de Letras de Aix y Marsella, inscritas en diferentes tramos. Se conocieron allí, pero compartieron poco, no querían relacionarse con otros franceses, sino con españoles, para adelantar en sus conocimientos.
Les pregunto qué es lo que más les sorprendió de nuestro país y me responden que el trato tan directo en la Universidad entre estudiantes y profesores, el tuteo y la forma  que tienen de relacionarse los dos estamentos. Que la biblioteca, en época de exámenes, estuviera  abierta veinticuatro horas, siete días a la semana, fue una gozada para ellas. Que la gente fuera tan simpática y abierta. Que los porteros automáticos de las casas no tuvieran los apellidos de sus propietarios, sino un número y una letra. Que hubiera tantos porteros guardando los edificios. Que fueran tan increíbles el jamón ibérico, las tapas, la tortilla de patatas. El Museo del Jamón y el Museo del Prado.
Pero les chocó que se sirviera alcohol en las cafeterías de la universidad, los botellones. Que la universidad española sea tan cara; aquí a ese precio, quizás ellas no se hubieran permitido los estudios.  Que hubiera tanta gente viviendo en las calles, en el metro, tantos subsaharianos, tanta gente pidiendo. Las manifestaciones de los indignados por la noche.
No fueron a ninguna fiesta de Erasmus. Pasaron de la leyenda y de sus mitos.



Las tres viven en Marsella. Les encanta la mezcla de población que hay en su ciudad, dicen que eso le da riqueza y cultura, pero no les agradan  los abusos de los incontrolados, tampoco la suciedad que impera en ella. No les gusta Marine Le Pen y su  Frente Nacional.
La que tienen a su izquierda es Eva Galy, que nació en un pueblo cerca de Perpiñán. Su bisabuela, de noventa y siete años, es de Valencia, se llama María Tomás y con diecisiete años y nueve hermanos a quienes cuidar, emigró a Francia. En Port-Vendres, a cinco minutos de Collioure, encontró a Gabriel, pescador, se casó con él. Eva se marcha en febrero a Argentina, como asistente de lectura. Ha pedido Buenos Aires o Córdoba.
Magali Delgado, la del centro, nació en Marsella de padres caboverdianos. Habla con ellos en creole.
Cada tres años, la familia viaja a la isla de Santo Antao, donde todavía le queda una abuela. Magali espera poder inscribirse en el máster de Negociaciones Internacionales, área base  lusohispanófona, quiere trabajar fuera de Francia.
Manon Sánchez debe su apellido a un tatarabuelo que tenía un molino en Cabo de Gata y perdió su negocio a causa del juego, así que emigró a Argelia, donde nació y vivió su descendencia hasta que con la guerra de la independencia, como pieds-noirs, se trasladaron a Francia. Manon quiere preparar el máster para ser profesora de español en un país extranjero. También estudia catalán y lo habla muy bien, gracias a que su abuelo tiene un apartamento en L'Escala y ella pasa allí parte del verano. También tiene familia en Biujé, en la Costa Brava.
Ninguna de las tres quiere quedarse en Francia, dicen que no les atrae la mentalidad de sus compatriotas y que no les importaría para nada vivir en España. Que los franceses no aman lo suyo (!) y que los españoles sí (!). Que nosotros nos vamos de vacaciones a la costa y a los pueblos. Que aqui se marchan al extranjero.
Me cuentan que la universidad francesa está en plena reforma, que no se necesita ninguna prueba especial para acceder a las facultades de letras, pero que es muy duro entrar en escuelas superiores donde se imparten las docencias de Medicina, Matemáticas, Periodismo...
El máster para acceder a una plaza de profesorado en la enseñanza pública, dura dos años, sin embargo después del primero, ya puedes presentarte a concurso y si pasas, cursas el segundo año trabajando. Así también te cuentan las horas trabajadas para el concurso final. No hay problema para encontrar trabajo de profesor en Francia, me dicen. De hecho, este invierno, una campaña publicitaria anunciaba que Francia necesitará 43.000 nuevos profesores, los dos próximos años.
Ellas quieren marcharse lejos de su país, no para toda la vida, pero sí un largo tiempo. ¿Y los novios? Manon se irá con el suyo, que ahora trabaja en una empresas de helicópteros. Las chicas mandan y deciden.
Esta tarde están  especialmente contentas porque han sabido que Marine, una compañera que también estudió  en España el año pasado, será mamá de un bébé alicantino. Conoció allí a su novio durante el Erasmus.  Hemos hablado mucho. Son pura energía e ilusión.
 En el jardín me cruzo con una compañera de la clase de Lire le texte medieval, es Noemi, una negrita marsellesa, dulce y risueña. María, ¿cómo llevas la traducción de los textos medievales? Pues, andamos en ello... Céntrate en  el Guiron, va a caer seguro, es lo último que dimos. Olvídate de lo demás.
¿Apostamos todo al negro? Apostamos. El viernes nos han convocado en el Amphi 3, somos más de cien alumnos, a la una y media empiezan a repartir las hojas con las preguntas y los textos. Leo: Guiron le Courtois et la Dame de Malehaut. Estaba claro, el único amor cortés que no fue adúltero.