miércoles, 15 de octubre de 2014

UNA FAMILIA NORMAL




                                                                                Todas las familias felices se parecen,
                                                                                las desgraciadas lo son cada una a su manera.
               
                                                                                        Anna Karenina, León Tolstoi



Tomar la decisión de convertir la granja de mi padre en un restaurante no nos llevó mucho tiempo, puesto que se trataba de una osadía. Hay mucha diferencia entre los valientes y los osados. Los primeros calculan sus fuerzas y el riesgo que asumen. Los osados se lanzan a la piscina sin siquiera comprobar primero si tendrá agua.
Sabíamos tanto de restaurantes como los esquimales de vender arena del desierto. Así que se fueron acumulando un montón de problemas no solo económicos, sino también familiares y emocionales.
Pero Rafa Gálvez y yo eramos personas adultas y mi padre se encontraba en tal situación que se hubiera cogido a un clavo ardiendo. La cuestión es que no íbamos solos, en la mochila traíamos una niña que cumplió siete años con el restaurante recién estrenado y que pasó de vivir en un piso de doscientos metros cuadrados, luminoso y cómodo en la plaza de Sedaví, a un cuarto, junto a la barra, con un sofá cama, un perchero y un pequeño televisor, porque se nos acabó el dinero y hasta dos años después no pudimos remodelar el pisito que ya tenía la granja. Una niña cuyos padres dejaron una vida cómoda y estable y le dieron un giro de ciento ochenta grados mirando hacia el abismo.
Sin embargo, los niños no viven las tragedias como nosotros. Construyen un castillo en el aire y se parapetan en él, se fortalecen hasta que llega la adolescencia y se viene todo el edificio abajo.
Muchos días, el abuelo, le decía Helena, a ver cuántas niñas de tu colegio tienen la suerte de poder mear por las mañanas debajo de una higuera.
La niña, aparentemente, disfrutó de la nueva situación. Ahora vivía en el campo, tenía perros,  gatos y mucho espacio para correr. Los festivos más señalados, como el día de Navidad, la sentábamos a comer con algunos clientes de confianza, para que ella también tuviera su fiesta familiar, mientras nosotros intentábamos aprender, sobre la marcha, el funcionamiento de un restaurante y como el nuestro  era pequeño...
Los domingos, después de trabajar, nos la llevábamos a cenar a La Piccoleta, una pizzería cerca de Obispo Amigó y esa era toda la fiesta del fin de semana que nos permitían las obligaciones. Los veranos, Aqualandia y su piscina eran su territorio natural. Amparo la sentaba a la mesa como una más de la familia.
Algunas tardes, al recogerla del colegio de El Saler, nos acercábamos hasta el Carrefour de Alfafar, entonces Continente, y comprabámos cosas que se nos habían olvidado: un paquete de sal, galletas, algún capricho para cenar. La compra grande del restaurante se hacía por las mañanas, pero siempre te dejas algo. Cogió la costumbre de decirnos, en esas visitas al comercio ¿vale que eramos una familia normal? Tanto se empeñaba en aquel juego que un día le preguntamos, pero Helena, ¿qué es para tí una familia normal?Aquella que cuando va al hipermercado compra poco, los domingos no trabaja y pasea al perro. Sin darse cuenta, nos había dado las claves de lo que en realidad pasaba por su cabecita y las carencias que estaba viviendo.
Tengo la certeza de que se crió demasiado sola y, como muy bien expresó en una ocasión nuestro amigo Joan Roig, el problema es que nuestros amigos fueron los suyos y esa, la falta de amigos en su adolescencia, es una carencia que siempre arrastró.






En las fotos que he escaneado aparece con el abuelo plantando chopos durante las obras del restaurante. El abuelo le enseñó muchas cosas: a cuidar de los animales, a aletargar las anguilas en una bolsa de plástico con colillas de puro, a hacer ajo aceite a mano y cuajarlo tanto que, al darle la vuelta al mortero, no se cayera; a aliñar olives xafaes. El abuelo era su cómplice. Decía la escritora Carmen Martín Gaite que la diferencia entre los padres y los abuelos estriba en que estos últimos tienen las respuestas a las preguntas que los primeros todavía se están formulando. Un psicólogo me contó una vez que los nietos son un regalo de los dioses a los padres por no haber matado a sus hijos. El abuelo fue, durante su adolescencia, su refugio y su paño de lágrimas, por eso cuando murió fue la que más lloró y todavía hoy lo sigue echando de menos. Y por eso ella también le hizo su mejor regalo: a su hijo lo llamó Manuel.
Cuando Rubén Ruiz vino a trabajar con nosotros y a vivir con ella, el abuelo lo cogió por banda y le anunció mira, estas dos están locas. Se pasarán la mañana discutiendo y a la hora de comer se sentarán juntas a la mesa. No te metas por medio.
El año que pasé en Francia como estudiante Erasmus conseguimos cortar el cordón umbilical entre las dos. Me dejé una niña y al regresar me encontré con una mujer.
Hoy es dieciséis de octubre y cumple treinta años. Sabe que las coordenadas de espacio y tiempo son ficticias  dentro de nuestra imaginación y por eso esperará que llegue su abuelo, alegre y risueño con un ramo de treinta capullos rojos. También espera una carta de su madre. Hace mucho tiempo que ya no se escriben, como cuando era niña y siempre se las estaban mandando entre las dos para resolver los enfados. Sí, pero esta vez, no fallará el recado. Su madre, en sus ratos libres, ejerce como prestidigitadora de las emociones y hace malabarismos con las palabras.
 Se siente rara, lleva todo el año así, revuelta consigo misma, como si lo viejo no acabara de morir y lo nuevo no acabara de nacer. Y el abuelo, a la hora de comer y celebrar su aniversario, le susurrará otra vez a Rubén  al oido... No les hagas caso, están locas...